Pérdidas


Ha pasado poco más de un año entre dos pérdidas trágicas en mi entorno. Una, no por posible menos dolorosa, la otra tan inesperada e injusta que duele con sólo posar un segundo el pensamiento en ella. Casualmente, ambos estaban sentados en la misma mesa en mi boda, la mesa que organicé con más esmero y cuidado, con personas ingeniosas y divertidas que creí que podían pasarlo bien juntas.

Hace quince meses que ella ya no está. Me enteré de la forma más patosa, con una llamada al marido preguntando qué tal se encontraba, como si estuviera viviendo una película sólo dijo "Se ha muerto" y yo grité un "no" preñado de irracionalidad, como si él pudiera cambiar algo de lo que me estaba diciendo, como si pudiera resucitarla sólo porque yo así lo requiriera. Durante varios días, más de los que hubiera pensado, la tristeza se hizo una conmigo. Le rendí mi pequeño homenaje lo mejor que supe, recordando cada cosa que descubrí a su lado, como el Chumkey Monkey, mi helado favorito, que también le puso a él en mi vida.

Él se fue hace algo más de un mes. En realidad, soy amiga de su mujer. Una relación laboral más al principio hasta que coindicimos un día de compras en Sol. Ella me invitó a un vino y una croqueta en Casa Labra y yo a un Chumkey Monkey después. Desde ese día hicimos buenas migas. Ella se quedó embarazada y yo me casé y en cada acontecimiento importante estuvimos la una para la otra. Y él con nosotras. Un gran tío, simpático, ocurrente, con una sonrisa siempre en los labios. Una mañana de sábado recibí una llamada de esas que sabes que no traen nada bueno, de las que te despiertan antes de tiempo. Un accidente. Y otra vez la incomprensión, el alucine y el dolor. Y verla a ella tratando de continuar su vida, tan embarazada como yo, tan solita, tan descolocada es tan duro.

Y la vida, mientras tanto, sigue. Cada uno con nuestras historias, sin tiempo para pensar. Sabiendo que cada uno de los que se ha quedado tiene un destino muy diferente. Él ya ha encauzado su vida, ha pasado más tiempo, ha sido menos trágico. Pero ella sigue tratando de encontrar su lugar, con su niña y el bebé que está en camino. Y cuando la veo y comparto un rato con ella el Carpe Diem se me personaliza. Hay que ser feliz. Hay que disfrutar de cada segundo, porque sólo es necesario otro para que la vida te cambie para siempre.

Actualizaciones

Pues bien... llevo varios días dándole vueltas a este tema. El punto de partida siempre es el mismo ¿para qué sirve un blog si está muerto? En mi opinión para absolutamente nada. Es cierto, tengo un blog con un nombre relativamente ingenioso que creé para compartir mi pasión por la vida (para compartir mi pasión por la escritura tengo otro... que tampoco actualizo) pero en el que no comparto nada. Y si no comparto nada lo único que hago es ocupar espacio en la blogosfera... Puesto así, por escrito, se lee muy triste.
Esto me lleva a la reflexión habitual, la que me da miedo, la que no quiero ni pensar, la que me hace darme cuenta de que mis días son una sucesión de obligaciones en los que me concedo poco tiempo. Sí, muy poco. Hace meses que quiero coger un boli y escribir (soy así de antigua, qué le hacemos) y no lo hago. La excusa siempre es la misma: no tengo tiempo, estoy cansada, bla bla bla... y la omnipresente novela que pende sobre mi cabeza se personifica ante mis ojos y se descojona. Así de claro: SE-DES-CO-JO-NA. Sabe que mi constancia para lo inconsistente es nula, cero o ninguna y que si sigo así jamás llegará a salir de mi cabeza. Dejando de lado los temores que podréis fácilmente imaginar (si encontraría un tema, si estaría a la altura) el hecho es que alejo de mí cualquier escribiente impulso inventando los pretextos más mundanos.
Así las cosas lo único que actualizo es mi Twitter. Y últimamente muy poco. Me resulta más cómodo, más rapído y más facil (como un anuncio de detergente). Va conmigo en mi móvil y cuando le coja el truco al teclado táctil voy a ser la tuiteadora más rápida a este lado del oeste. Ahora, que la vocecilla que anida en mi cabeza, la que lo tuvo tan claro a los siete años, sigue murmurando "yo voy a ser escritora... yo voy a ser escritora" y desde mis treinta y tres y medio la miro sarcástica y respondo "cuando empieces a actualizar el blog..."

De como un montón de idioteces pueden estropear la paz de tu alma

Hoy tengo uno de esos días tontos en los que me encerraría bajo mis mantas (aunque en la calle hubiera 40º) y no pararía de llorar. Es algo que me ocurre desde mi más tierna adolescencia y que no he conseguido controlar con el largo paso de mis vivencias. Si me miro desde un punto de vista externo me encuentro un poquito neurótica y algo descolocada: al final siempre dejo que mi felicidad dependa del de al lado, no sólo de su propia felicidad, sino de sus comportamientos hacia mí. Y eso es bastante peligroso porque cualquier insignificancia puede provocar el temporal. Cuando sucede, el maremoto de sentimientos que ahoga mi alma deja mi espalda atrofiada, mi garganta arañada y una perplejidad incomprensible en alguien como yo. Nada me entretiene. Incapaz de leer, de escribir, de asentir, de sentir... nada es suficientemente bueno. Empezando por mí, of course. Y me temo que ahí está el inicio de todos mis males. Pero eso me llevaría para escribir horas y horas y debería desnudar mi alma hasta tal punto que alguien acabaría muy asustado.
Hoy tengo unos de esos días tontos y como siempre, no he encontrado a nadie con quién compartirlo. Volvemos al principio. Mi estúpida necesidad social. He tocado aquellas puertas que me pueden servir, hasta aquellas a las que me da vergüenza llamar. Y he seguido sola. Evidentemente no soy el centro del mundo, así que entiendo que la gente tenga su propia vida pero eso no evita que duela. Me siento prescindible, movible, intercambiable. Me siento pequeña. Y he gritado y he seguido igual.
Hoy tengo uno de esos días y lo peor es que me temo que la proximidad de mi cumpleaños tiene mucho que ver con ello. Una fecha que tradicionalmente ha sido una alegría (recuerdo que cuando era pequeña desde el mes anterior, y para horror de mi hermana, iba descontando cada día al levantarme) se ha convertido en un motivo de quebraderos de cabeza. Celebraciones, gente que sí, gente que no, gente que sola... !peor que la boda!
Me siento vulnerable.

Des-sintonizados

Y me pregunto qué es eso de estar en sintonía. Y me pregunto en qué consiste dialogar. Cuando se pierde la capacidad de ponerse en el lugar del otro... ¿qué se hace para recuperarla?. Cuando deja de importante la felicidad del de tu lado... ¿qué se puede hacer?.
Mi cabeza no para y las lágrimas me ahogan.
El trabajo no me centra.
¿Qué hago para que deje de doler?.
¿Cómo elimino la sensación de haberme equivocado?.

CONCILIACIÓN

Bajo tierra, L-8 de metro, dirección Nuevos Ministerios, es curioso observar a la gente a mi alrededor. Diferentes nacionalidades, razas y extravagancias desde el veinteañero que ha recorrido Europa en low cost por dos duros hasta el hombre trajeado que regresa tras el viaje de negocios. Son más de las 20:00 h.... y es que los días de trabajo en Madrid son muy largos. 

Regreso a casa agotada y un poco hastiada, la verdad. Todavía no soy madre ni tengo un piso propio y ya me parece difícil eso de conciliar. Ya me es imposible conciliar mi tiempo de ocio con las agotadoras jornadas en la oficina. Nunca parezco tener suficientes horas. Hoy leía un post en un blog en El País (http://blogs.elpais.com/mujeres/2011/02/manolo-tambien-quiere-conciliar.html) a propósito de la conciliación y eché en falta esta postura. ¿Acaso es admisible que pasemos 12 horas fuera de casa  dedicadas al trabajo? Cuando, como en mi caso, existe además la necesidad de compaginar dos empleos, la continua sensación de agobio, de no llegar, de tener abandonado a todo tu círculo, de, en definitiva, vivir para trabajar se convierte en una constante. Y, o tienes una fortaleza psicológica inmensa, me corrijo, y aún teniendo una fortaleza psicológica inmensa los momentos de bajón son abundantes. El cansancio acumulado y la frustración provocada por la escasez de momentos de ocio hacen la vida aún más dura.

Así las cosas, miro a los viajeros en el metro y me pregunto si no nos estaremos equivocando en algo. Y la respuesta me parece tan evidente que espanta.